sábado, 23 de junio de 2012
Silvia López
de Maturana - CREDEULS (2012)
Nos interesa el posicionamiento político del profesorado
por las implicancias éticas que tiene para el cambio en las maneras de aprender
y de enseñar. De acuerdo a la evidencia empírica, lo consideramos como la
manifestación intencional en la acción de las ideas del o de la profesor/a, coherente
con el discurso y con el pensamiento que se construye sobre esa relación.
Implica la toma de conciencia de su rol como profesional dispuesto a construir
con otros y otras una escuela que se desligue de cualquier forma de dominación
y que busque la dignidad, derechos y libertades de todas las personas. El posicionamiento
político del profesorado trasciende
las retóricas de participación, proselitismo y posturas político partidistas.
Cuestiones estas, que confunden cuando se habla en términos de política, ya que
es frecuente que se deslegitime su valor social y no se asuma el riesgo ni la
responsabilidad de las propias acciones, eludiendo los problemas que, se cree,
el posicionamiento político acarrea. Por
lo tanto, se trata de abordar el problema educativo desde una perspectiva
crítica y no entrar en el juego del sometimiento institucional que generalmente
conduce a acomodarse ante los cambios
tecnocráticos y a considerar la educación separada de la política, razón por
cual, se la reduce a un entrenamiento técnico suficiente para reproducir las
incongruencias escolares. El peligro radica en que el comportamiento
despolitizado se asuma tácitamente y genere
una práctica docente inhibidora que prive del sentido de la propia cultura.
Estar posicionado políticamente facilita abordar el
problema educativo desde una perspectiva crítica, desenmascarar las
pretensiones dominantes y no entrar en el juego del sometimiento institucional
que muchas veces intenta que los profesores solo se acomoden ante cambios tecnocráticos. Los profesores mientras puedan
demostrar que los derechos y las libertades se pueden tomar a pesar de las
restricciones, pueden movilizar críticamente a la comunidad educativa –sobre
todo a quienes creen que no se puede salir de las condiciones dadas- para
provocar el cambio desde las bases, lo que significa reconocer que “la historia
es un tiempo de posibilidades y no de determinismo” (Freire, 2001). Vivimos en
una sociedad que ha despolitizado lo cotidiano con la consecuente menor
implicación en las tareas, en virtud de lo cual, la profesionalidad docente
pasa a ser una artificialidad y nadie asume la responsabilidad que conlleva el
rol que desempeñan los profesores. Por ejemplo, en muchas escuelas se fracciona
el conocimiento y se enseña y se aprende sin creatividad ni encantamiento. Peor
aún, se simula enseñar y se simula aprender a pesar de las reformas. En
consecuencia, nos parece un deber profesional, ético y político buscar líneas
de acción orientadas a redefinir el compromiso docente.
El posicionamiento político del profesorado puede transformar la queja pueril y la
indiferencia en elementos para el cambio, por ejemplo, la búsqueda de
coherencia en sus acciones, el planteamiento de alternativas optimistas, la
intencionalidad de involucrar a sus colegas, directivos y alumnado en un
proyecto común, o la búsqueda de participación con la comunidad son
características relevantes para transformar un ambiente escolar pasivo y
proporcionar una base significativa para el trabajo anti-hegemónico. Eso puede
suceder porque no existe el profesorado neutral, por lo que es tan válido lo
que hacen como lo que no hacen o dejan de hacer, pero lo que realmente importa
es saber si son conscientes de aquello. Ese es el fundamento prioritario para
referirnos al posicionamiento político consciente y asumido por el profesor
expresado en su práctica, en la teoría que maneja y en los aportes que hace a
la comunidad educativa.
De acuerdo con Freire (2002 [1994]), los mejores
instrumentos políticos para defender los intereses y derechos de los profesores
son: la capacitación científica iluminada por su claridad política, la
capacidad, el gusto por saber más y la curiosidad siempre despierta del
profesor. Eso les motiva a rechazar el papel de seguidores dóciles de paquetes
de instrucciones y a demostrar que ellos también pueden saber y crear. Por lo
tanto, no es solo una tarea técnica ni de aplicación de teorías de aprendizaje,
es implicarse en el proceso y posicionarse políticamente siendo conscientes de
las consecuencias que esto acarrea para la escuela y la sociedad.
(Se sugiere leer a: Apple, 1986; Freire, 1990, 2001; Mac
Laren,1998; Popkewitz, 1990).
PERSPECTIVAS SOCIOLÓGICAS Y PEDAGÓGICAS DE LA PROFESIONALIDAD DOCENTE([1])
Silvia López de
Maturana Luna([2])
Universidad de La
Serena, Chile.
Los rasgos que diferentes autores
utilizan para definir una profesión son generales y no específicos para la
profesión docente. Estos coinciden, desde una óptica sociológica, en
caracterizar la condición docente como semi profesión o cuasi profesión, siendo
el rasgo más destacado la falta de autonomía para desarrollar su tarea, lo que
confirma la paradoja “de un proceso de profesionalización que no sirve para que
la categoría docente adquiera una condición profesional” (Ghilardi, 1993:32).
Si ese discurso se ha generalizado, necesitamos una mirada distinta para que la
práctica docente sea valorada como profesional.
La posición de semi-profesional
ubica a los profesores en un status intermedio ya que por debajo estarían los
obreros, quienes no han “accedido nunca a la propiedad de sus medios de
producción” y se han visto privados “de la capacidad de controlar el objeto y
el proceso de su trabajo” y de “la autonomía en su actividad productiva”
(op.cit, 2001:183)([3]),
y sobre ellos se encontrarían, por ejemplo, los médicos, los abogados y los
ingenieros quienes profitan de la autonomía suficiente para ejercer su
profesión.
La profesionalidad
tradicionalmente definida segrega, entre otros, por origen social, por años de
formación, por tipos de conocimiento y perfeccionamiento, razones por las que
el profesorado queda fuera del rango de las profesiones liberales. Sin embargo,
en los tiempos actuales cada vez se hace más difusa la separación entre las
caracterizaciones de una y de las otras, dado el fortalecimiento y valoración
del rol docente, el incremento de prácticas de calidad, el esfuerzo que los
profesores están haciendo por resituar la profesión docente en un lugar más
privilegiado, a la lucha por la defensa de sus derechos, de su competencia y,
porque -aludiendo a Freire-, están cada vez más convencidos de la importancia
social y política de su tarea.
Otro rasgo define a los
profesionales como “un colectivo autorregulado de personas que trabajan
directamente para el mercado en una situación de privilegio monopolista. Solo
ellos pueden ofrecer un tipo determinado de bienes o servicios, protegidos de
la competencia por la ley” (Fernández Enguita, 2001:183). El mismo autor señala
que la semi-profesión está,
generalmente formada por grupos asalariados, a menudo parte
de burocracias públicas, cuyo nivel de formación es similar al de los
profesionales liberales. Grupos que están sometidos a la autoridad de sus
empleadores pero que pugnan por mantener o ampliar su autonomía en el proceso
de trabajo y sus ventajas relativas en la distribución de la renta, el poder y
el prestigio (Enguita,2001:184).
Saber si los profesores pertenecen
o no a la categoría de profesionales no cambiará su actitud dentro del aula,
que es lo que realmente nos interesa. Quizá eleve su autoestima y su discurso,
pero “lo realmente decisivo para el aprendizaje de los alumnos siguen siendo
los compromisos y las competencias de los profesores” (Darling-Hammond,
2001:369). Por lo tanto, no es tan importante igualar la profesión docente con
las liberales ya que no pertenece a ese rango y es absurdo pretender que lo
haga y porque la profesión docente posee características propias de su
condición.
No se trata de valorar la
profesionalidad de los profesores per se,
sino porque la consideramos como un “factor crítico para la posibilidad de una
mejora permanente de la calidad de la educación” (Fernández Pérez, 1991:13),
porque la opinión pública es relevante para aceptarlos como agentes de cambio
social y porque, “Definir el rol docente como un rol de carácter profesional
supone también una distinta valoración cultural, política y técnica de los
educadores, que marca diferencia y representa avance respecto a diez o veinte
años atrás y a un pasado más remoto” (Núñez, 2000:6)
El rango profesional no sólo
depende de los recursos del Estado, sino de la convicción que a su vez tengan
los agentes sociales externos, que generalmente proviene de la “comprensión
colonial” de la escuela, y que influye en cómo se organizan los recursos y se
administra y prioriza el gasto público. ¿Cómo se va a invertir en algo que no
vale la pena ([4])?.
“Atractores”
y “facilitadores” para el ingreso a las profesiones.
El desarrollo profesional y la
práctica reflexiva son dos tendencias que en las últimas décadas han
caracterizado el interés de quienes se relacionan con la enseñanza. El primero,
entendido como la actividad centrada en ayudar a los profesores noveles y
experimentados para que consoliden sus competencias, y la segunda, como el
énfasis en el análisis y reflexión de las tareas, opciones, propósitos y
consecuencias que los profesores hacen de sus acciones en el curso de su día
laboral. Esa introspección es más efectiva si se comparte entre los pares,
porque ellos caracterizan diversos tipos de enseñanza y proporcionan ejemplos
de prácticas alternativas (Lortie, 2002:viii).
Cualquier ocupación o profesión
que no pueda reclutar a nuevos miembros no sobrevive, razón por la cual las
profesiones compiten, a veces de manera silenciosa, sean o no conscientes sus
miembros, y proveen diferentes ventajas y desventajas que atraen a unos y repelen
a otros. Por lo general, las profesiones se constituyen por personas cuyas
disposiciones y circunstancias particulares de la vida las llevan a decidir esa
opción (op.cit:25-26). Sin embargo, sabemos que las formas de reclutamiento no
necesariamente ocurren por elección intencional, sino porque a veces no hay
otra alternativa. Lo importante, en nuestro caso, es cómo una vez estando
dentro, entendemos el rol que nos compete como profesores, y afectamos
positivamente a la composición social de nuestra profesión.
Los “atractores” y los
“facilitadores” son dos grandes tipos de recursos para reclutar al personal en
las profesiones. Los primeros consisten
en beneficios comparativos (y coste) preferentemente en relación al dinero, el
prestigio, el status y el poder, y los segundos, que se observan menos
comúnmente, se refieren a los mecanismos sociales de ayuda a las personas, para
facilitar su ingreso a la profesión y su estabilidad dentro de ella.
Para muchas personas a la hora de
elegir priman los atractores, ya que los facilitadores se relacionan más con
las circunstancias de la vida. Cabe preguntarnos entonces, si acaso los
recursos de reclutamiento para la enseñanza atraen a clases particulares de
personas con orientaciones también particulares, y si es así, cómo es que estas
personas no influyen en el ethos de
las profesiones (Cfr. Lortie, 2002:26).
El tema de la profesionalidad aun
no esta zanjado, y es bueno que así sea ya que los tiempos cambian y las
profesiones e incluso los conceptos evolucionan. Como señala Sanger, la mayoría
de la terminología es producto del contexto y las diferentes variables van
tomando forma dependiendo del tiempo, la ocasión, el contenido y las biografías
individuales (Fernández Pérez, 1991:184).
Desde una óptica sociológica.
Los planteamientos sociológicos
sobre la profesionalidad, por un lado, contextualizan la profesionalidad
docente sobre una construcción sociocultural y, por otro, facilitan la
comprensión de las propuestas que se adopten para re-profesionalizar, si llegáramos
a la conclusión que es necesario. “Si se acepta que la docencia o está poco
profesionalizada o admite una mayor profesionalización, entonces deberían
proponerse medidas tendentes a su revalorización como medio para mejorar la
calidad de la enseñanza” (Gil, 1996:26).
Si hablamos de revalorizar asumimos que la profesión docente está
desvalorizada. Bajo esta óptica creemos que una de las medidas que propician el
debate de la revaloración es sacar a la luz las prácticas de calidad e indagar qué de educativo hay en ellas para profundizar en
su desarrollo y cómo lo hacen los
profesores; qué los mueve a realizar esas
acciones, qué priorizan, cómo han evolucionado sus prácticas y qué ha
incentivado su desarrollo. En la medida que podamos
responderlas podremos formular propuestas educativas.
Rasgos que definen la profesionalidad desde una óptica sociológica
Los principales rasgos de la
profesionalidad, coincidentes en las definiciones de diferentes autores, son
siete, sin contar el reconocimiento social y el status, porque, a pesar que se
menciona con asiduidad, consideramos que es la consecuencia de las otras
características y porque siempre aparece en cualquier tipo de análisis. Estos
no son excluyentes unos de otros porque generan sinergia en sus interrelaciones.
A saber:
1) Competencia en tipos
específicos de conocimientos que tienen una base común para todos sus miembros.
El saber está constituido por un cúmulo de conocimientos especializados que
habilitan al profesional para ejercer de manera competente y exclusiva y no admite interferencia de terceros
porque posee “un componente ‘sagrado’, en el sentido de que no puede ser
evaluado por los profanos. Sólo un profesional puede juzgar a otro…” (Fernández
Enguita, 2001:185).
2) Responsabilidad de transmitir
los conocimientos, incluyendo técnicas y recursos intelectuales necesarios para
su desarrollo. Los profesionales disponen de las técnicas intelectuales
necesarias para transmitir y expandir los conocimientos especializados que los
hace merecedores del reconocimiento y credibilidad social (Cfr.
Darling-Hammond, 2001; Ghilardi, 1993; Fernández Pérez, 1999). Los
conocimientos provienen de una formación de carácter profesionalizador,
realizados con autonomía y avalados por el status que caracteriza a las profesiones
liberales que los legitima como profesionales.
3) Control en el ingreso, tipo,
tiempo de formación especializada y permanente reconstrucción de los
conocimientos. La acreditación para el ejercicio profesional, implica control
de su ingreso al grupo, formación profesional reconocida, certificaciones,
largo período de formación especializada, conocimientos especificados
previamente, y permanente reconstrucción de los mismos con autonomía y libertad
(Cfr. Darling-Hammond, 2001; Musgrave, 1982; Ghilardi, 1993; Gil, 1996). El
control ([5]) de la profesión es una
manera de garantizar a la opinión pública que los conocimientos y su permanente
actualización son dignos de confianza.
4) Autonomía para ejercer la
práctica: La permanente reconstrucción de los conocimientos de los
profesionales tiene asignado un amplio espacio de autonomía, sea al individuo o
a toda la comunidad dedicada a esa ocupación, para ejercer sin interferencias
de los legos en la materia y según la modalidad que cada uno considere más apropiada
y oportuna (Darling-Hammond, 2001:374; Ghilardi, 1993:24). La sociedad les
otorga la autonomía necesaria frente a posibles intromisiones administrativas y
confía en su criterio para tomar decisiones técnicas.
5) Autorregulación y Organización
profesional de autogobierno. Los profesionales adquieren un determinado
compromiso al servicio de la seguridad y el bienestar públicos a través de un
código de ética que autoregula la posesión de una competencia exclusiva,
su conducta profesional y la resolución
de sus conflictos internos (Cfr. Darling-Hammond, 2001; Musgrave, 1982;
Ghilardi, 1993; Gil, 1996; Fernández Enguita, 2001).
6) Servicio social y vocación de
servicio a la humanidad. Una ocupación que se precie de su profesionalidad se
caracteriza por ser un servicio social esencial, definido y único, con énfasis
en los servicios prestados antes que en el provecho económico, lo que implica
la vocación de servicio a la humanidad (Cfr. Ghilardi, 1993; Gil, 1996;
Fernández Enguita, 2001); debe transmitir sus conocimientos utilizando las
técnicas intelectuales necesarias para desarrollar un servicio social
(Ghilardi, 1993:24) y exigir a quien entra en la actividad que acepte amplias
responsabilidades personales, tanto por los juicios que emita, cuanto por las acciones
que emprenda en el ámbito de la propia autonomía profesional (Ghilardi,
1993:24).
7) Autopercepción del profesional
satisfecho por la tarea que realiza. Quien tenga el reconocimiento social y la
libertad para decidir sobre su práctica evidentemente tendrá una autopercepción
diferente al que no la posea. Los profesionales desarrollan una conciencia
satisfactoria de su función y del servicio que prestan a la comunidad, “junto
con cierto orgullo sano de autoidentificación específica, por el hecho de pertenecer
al colectivo profesional en cuestión” (Fernández Pérez, 1991:4).
¿Quiénes son los profesionales?.
Desde el siglo XIX, “la situación
profesional se caracteriza por el hecho de que una persona experta recibe una
consulta procedente de un cliente ignorante, que manifiesta una confianza
absoluta en el consejo que se le brinda” (Musgrave, 1982:200), por ejemplo, el
enfermo que consulta al médico o el acusado a un abogado. Se caracteriza por
una estrecha relación entre profesional y “cliente”, donde se supone que el
profesional siempre usa sus conocimientos en beneficio del cliente y se apoya
en un código de ética profesional, por ejemplo, el juramento hipocrático.
En el caso de la escuela, la
condición de “cliente” se supone transformada por el diálogo, ya que se trata
de una relación estrecha entre profesores y alumnos, intermediados por los
conocimientos que legitimarán la relación y beneficiarán a los actores,
pudiendo ocurrir el diálogo de saberes.
No obstante, hay ciertos rasgos de
la profesionalidad en los que la profesión docente se enmarca, por ejemplo,
anteponer siempre los intereses de los destinatarios de sus servicios y
fundamentar sus decisiones en los mejores conocimientos disponibles
(Darling-Hammond, 2001:374-375). Esa es una de las características más
relevantes del profesorado -a pesar que no podemos negar que es una
característica del deber ser más que
del acontecer cotidiano- ya que uno de principales roles docentes es
precisamente anteponer cualquier otra instancia a las necesidades de los
alumnos, lo que no significa caer en la tentación de sobrevalorar el apostolado
profesionalizador.
Lamentablemente, no siempre es
reconocido públicamente y tampoco a lo largo de la historia se observa que esas
condiciones se mantengan, aunque hay que destacar a grandes pedagogos como
Freinet, Freire, Montessori, etc. y otros tantos desconocidos que sí han
manifestado estas características.
Los docentes se mueven entre dos
polos ya que,
Están sometidos a la autoridad de organizaciones
burocráticas, sean públicas o privadas, reciben salarios que pueden
caracterizarse como bajos y han perdido prácticamente toda capacidad de
determinar los fines de su trabajo. Sin embargo, siguen desempeñando unas
tareas de alta cualificación –en comparación con el conjunto de los
trabajadores asalariados- y conservan gran parte del control sobre su proceso
de trabajo. En cierto modo puede decirse que tanto ellos como la sociedad en
general y sus empleadores en particular han aceptado los términos de un
intercambio: autonomía a cambio de bajos salarios” (Enguita, 2001:192).
Es conveniente no perder de vista
que en el sistema público los médicos también reciben salarios, y que además se
les exige un cierto rendimiento, por
ejemplo, número de pacientes atendidos. Evidentemente, el rasgo
cualificador tiene que ver con la
autonomía con que cada grupo profesional se desempeña. Si bien es cierto que
tanto médicos como profesores pueden ser asalariados, los primeros si dejan de
serlo pueden instalarse autónomamente para ofrecer sus servicios y cobrar por
ellos, cosa que los profesores no pueden hacer ya que dependen de la
administración externa.
Pareciera ser que la autonomía es
uno de los rasgos de mayor impacto en las profesiones y es requerida a los
grupos para ser considerados profesionales y a sus correspondientes privilegios
en cuanto a ingresos, poder y prestigio. Visto así, es evidente que la
profesión docente queda en desmedro, ya que no tiene altos ingresos, poder, ni
prestigio. Sin embargo, esas condiciones son relativas dependiendo de la
perspectiva de análisis que se adopte ([6]).
Por un lado, si se aumentara el
ingreso de los profesores, nada asegura que serían más profesionales, ya que
hay mucha información que confirma lo contrario. Y por otro lado, no hay que
olvidar el poder que un profesor tiene dentro del aula que puede formar o
deformar a un alumno. “...el
profesorado tiene poca capacidad para determinar qué hacer, pero bastante para
decidir por si mismo cómo hacerlo. Es un lugar común que, una vez que cierra
tras de sí las puertas del aula, el profesor goza de una considerable libertad
de acción” (Fernández Enguita, 1993:85).
Autonomía: rasgo destacado de la profesionalidad.
La autonomía es uno de los
aspectos más destacados como rasgo de la profesionalidad porque no sólo implica
la capacidad de tomar decisiones y solucionar problemas por cuenta propia, sino
también el ejercicio de una práctica profesional
deliberativa y emancipatoria (Contreras, 1999:151; Fernández Pérez, 1991:183).
No es una capacidad que se pueda analizar desde una perspectiva individualista
sino que “se construye en el encuentro”. En el ámbito de la escuela la
entendemos desde una perspectiva relacional y constructiva como
la búsqueda y la construcción de un encuentro pedagógico en
el que las convicciones y las pretensiones abren un espacio de entendimiento en
el cual estas pueden desarrollarse dialógicamente, tanto en su significación
como en su realización […] debe desarrollarse en relación al cometido práctico
de una tarea moral de la que se es públicamente responsable y que debe ser
socialmente participada (Contreras, 1999:152).
Por lo tanto, es una cualidad de
vida, un proceso de ejercicio continuo de construcción social, razón por la
cual, para lograrla, no puede desligarse de las prácticas de cooperación. La
posibilidad de realización en la escuela solo puede darse si se produce, como
señala Habermas, la reflexibilidad de
expectativas, donde los alumnos entienden los propósitos del profesor y
éste entiende las circunstancias y expectativas de aquellos (Contreras,
1999:151).
La sociedad otorga a las
profesiones liberales la autonomía necesaria frente a posibles intromisiones
administrativas y confía en su criterio para tomar decisiones técnicas. “Los profesionales son doblemente
autónomos en el ejercicio de su profesión: frente a las organizaciones y frente
a los clientes” tanto por el ejercicio liberal de su profesión como el
profesional “soberano” que “siempre tiene razón” sobre su clientela que se ve
obligada acudir a ellos por una necesidad (Fernández Enguita, 2001:187).
Por ejemplo,
Suponemos que un médico es competente y honesto; él, a su
vez, supone que le permitiremos aconsejar al paciente de la forma que considere
más oportuna, y que no nos interferiremos en su labor. En tal situación existe
una cierta tensión, puesto que cuando el Estado concede una protección, también
puede desear interferir en tanto que patrono o mediador (Musgrave,
1982:205-206).
Es el caso de la profesionalidad
docente que pierde fuerza sin la autonomía necesaria para decidir sobre la
enseñanza ya que el Estado es “el patrono principal a
través de la administración educativa local, y por lo tanto, el consumidor
principal de la fuerza laboral docente. En consecuencia, está interesado en
fijar los criterios mínimos de conocimientos y aptitud que deberán poseer
quienes se dediquen a la enseñanza” (Musgrave, 1982:202).
A diferencia de los profesionales
que “tienen acotado un campo exclusivo, generalmente reconocido y protegido por
el Estado”, los profesores tienen un campo acotado parcialmente, ya que no
tienen exclusividad en la tarea de enseñar (Fernández Enguita, 2001:186). No
tienen injerencia en las decisiones sobre su trabajo ya que está organizado en
estructuras jerárquicas administradas externamente.
Incluso, los padres y la familia
de los alumnos se inmiscuyen en la labor de un profesor, no así en la de otros
profesionales, a pesar que los profesores oponen resistencia a la participación
de los padres precisamente porque desean tener un campo acotado como defensa de
su profesionalismo (op.cit. 2001:188). A los
profesores no les satisface ser “gestionados” por agentes externos a la
profesión, pero tampoco parecen mayoritariamente dispuestos a autogestionarse
colectivamente (Núñez, 2000).
Como hemos señalado, los
profesores no son autónomos para decidir a nivel macro ([7]) y tienen pocas
posibilidades de influir formalmente en los objetivos programáticos, pero
tienen muchas posibilidades de determinar de manera autónoma el proceso a
través del cual conseguirlos dentro o fuera del aula, aunque eso les otorgue
una autonomía limitada ya que, “Las organizaciones pueden regular su horario, sus condiciones de
trabajo, sus mecanismos de promoción, sus salarios, etc. y los objetivos de su
labor, pero solo superficialmente su proceso específico de trabajo” (Fernández
Enguita,1993:84).
Sin embargo, los profesionales que
no dependen de una Organización están presos por el sistema social que los
obliga a ejercer en horarios desmedidos para labrarse una posición social. No hay que olvidar esto pues su ocultamiento
camufla sus implicancias.
“la regulación de la enseñanza ha pasado con el tiempo de
limitarse a los requisitos más generales a suponer una especificación detallada
de los programas docentes. La administración determina las materias que deberán
impartirse en cada curso, las horas que se dedicarán a cada materia y los temas
de que se compondrá. En otras palabras, el enseñante ha perdido progresivamente
la capacidad de decidir cual ha de ser el resultado de su trabajo, pues este le
llega previamente establecido en forma de asignaturas, horarios, programas,
normas de rendimiento, etc” […]
“Las regulaciones
que recaen sobre el docente no conciernen solamente a qué enseñar, sino
también, a menudo, a cómo enseñarlo. En todo caso, cualquier cosa no puede ser
enseñada de cualquier manera, de modo que, al decidir un contenido, las
autoridades escolares limitan también la gama de métodos posibles. Pero además,
sobre todo las autoridades de los centros, pueden imponer a los enseñantes
formas de organizar las clases y otras actividades, procedimientos de
evaluación, criterios de disciplina para los alumnos, etc. El docente pierde así, también, y aunque sólo sea parcialmente, el
control sobre su proceso de trabajo. Esta pérdida de autonomía puede
considerarse también como un proceso de descualificación de puesto de trabajo.
Viendo limitadas sus posibilidades de tomar decisiones, el docente ya no
precisa de las capacidades y los conocimientos necesarios para hacerlo”
(Fernández Enguita: 190-191).
Creemos que en ninguna profesión
algo pueda hacerse de cualquier modo. Los médicos siguen protocolos estrictos
para diagnosticar y tratar al paciente, lo mismo sucede con los ingenieros
calculistas, y por supuesto con los profesores. El problema está en cómo se asume esa práctica y qué se hace con la autonomía.
De acuerdo a Darling-Hammond
(2001:375) los políticos dejan en mano de los ingenieros las decisiones
correspondientes a las especificaciones de los puentes, de los arquitectos el
establecimiento de los estándares de construcción de edificios, de los
pediatras la elaboración de los protocolos de vacunación, pero no se pide a los
profesores que definan sus criterios de enseñanza porque no consideran que
estén preparados.
Eso también es expresión de la
manera parcial con que se tratan aspectos técnicos: un puente es un puente y no
un medio de convivencia. Si se asumiera de este modo, los políticos no les
dejarían las manos tan libres. No sucede así con la educación porque todos tendemos a mirarla de manera integrada,
aunque en su tratamiento escolar la reduzcamos a asuntos técnicos. Esto es un
claro ejemplo de problema público por las consecuencias que tiene sobre la
credibilidad de la profesión docente.
La autonomía es más que una simple
definición de características personales, es “una construcción que nos habla
tanto de la forma en que se actúa profesionalmente, como de los modos deseables
de relación social” (Contreras, 1999:150). En el caso de la escuela, y tomando
las palabras del mismo autor, es la manera en que los profesores se constituyen
a través de la forma en que se relacionan.
Actitud de los profesores.
Es posible que gran parte del
profesorado se encuentre insatisfecho con el modo como ejerce sus tareas
docentes, pero también una proporción mayor de lo que se cree opina lo
contrario. Lo que sucede es que pesa mucho la
baja calidad de los resultados escolares, la sobrecarga horaria, la disciplina
escolar, el estrés, etc., razón por la cual sobresalen entre los demás. Sin
embargo, no debemos olvidar que si contrastamos con otras profesiones nos
llevaríamos grandes sorpresas de compartir problemas similares.
De esa manera, muchos profesores
aducen no tener tiempo (ni ganas) para perfeccionarse, renovarse, probar otros
caminos para que sus alumnos aprendan y van quedando rezagados y obsoletos .
… la adecuación de la oferta educativa a las necesidades de
educación que la sociedad, en su progreso incesante demanda, pasa
necesariamente por una adecuación a dichas demandas de la manera de ejercer su
profesión los docentes y educadores. Dicho de modo más directo y específico, el
desfase entre oferta educativa y demanda social de educación, en términos
cualitativos, pasa, entre otras cosas, por el desfase entre dicha demanda y la
comprensión (manera de entender) y ejercicio de su profesión por parte de los
docentes (Fernández Pérez, 1999:ix)
Muchos profesores no asumen la
responsabilidad de renovarse con los cambios a los que permanentemente está
expuesta la escuela, lo que se agrava cuando no hay coherencia entre lo que se
hace en la escuela y lo que necesitan los alumnos. Esa educación in-pertinente reclama un cambio
sustantivo en sus prácticas. Si a esto se agrega la multiplicación de sus
funciones, los profesores terminan preocupándose más por los procedimientos y
las técnicas que faciliten su trabajo que por analizar qué enseñan y para qué lo
hacen (Cfr. Gil, 1996:14), razón por la cual se refuerza el círculo vicioso de la
repetición de contenidos aunque disfrazados con los cambios metodológicos que le dan apariencia de
innovación.
Causas endógenas y exógenas de la condición docente.
La condición docente se explica,
entro otros, por causas endógenas y exógenas, siendo las primeras más
consideradas porque giran de manera inmediata alrededor del sistema educativo y
sobre ellas se adoptan las medidas para reprofesionalizar, por ejemplo, aumento
y mayor complejidad de las tareas docentes, descualificación del trabajo
docente, burocratización y tecnocratización de la docencia, condiciones materiales,
ingresos, etc.
Estas generalmente no explican en
profundidad la condición docente porque no consideran la “sociología del
profesorado”, es decir, las causas exógenas que están fuera del sistema
educativo inmediato que incluyen la reacción que las tendencias culturales
provocan en una relación pedagógica, por ejemplo, la desacralización de la
cultura y la ciencia, la redefinición de la socialización tradicional como
consecuencia de la desestructuración de los roles sociales, el protagonismo de
los medios de comunicación y nuevas tecnologías, el individualismo, etc. (Cfr. Gil, 1996:9).
El análisis de esas condiciones
explica las características de la desprofesionalización porque las causas
endógenas afectan al profesorado que no asume su rol profesional. Sin
desconsiderar que son causas válidas y reconocibles que condicionan tanto la
propia percepción como la que socialmente se le atribuya, creemos que el puente
entre ambos tipos de “causas” se configura por la historia personal de cada
profesor y por los cambios culturales y sociales que lo posicionan como sujeto
y ser social. Según Ghilardi:
…el aumento de los factores que contribuyen a la
profesionalización debería haber conducido a los enseñantes a una mejora de su
condición social. Sin embargo, es difícil afirmar con seguridad que esas
dinámicas sean tan fuertes que puedan anular la influencia de factores
determinantes extrínsecos de la posición social, como por ejemplo, el origen
social de los docentes, o bien la alta proporción de personal femenino. En este
caso, tiende a producirse la paradoja de un proceso de profesionalización que
no da mayor categoría. Pero la naturaleza misma del caudal de conocimientos y
aptitudes del docente es lo que determina las condiciones de una contradicción
tan aguda y, particularmente, las delicadas relaciones que se establecen entre
conocimiento teórico y práctica educacional (Ghilardi,1993:30).
Eso implica que la relevancia del
quehacer docente pasa necesariamente por la intencionalidad y el compromiso con
que los profesores asumen su tarea. Nuestra
experiencia y conocimiento coinciden con el planteamiento del autor cuando
señala que las mejoras introducidas en la formación inicial de profesores, no
han contribuido a elevar su posición ocupacional
ni el nivel de competencia en su tarea. Sin embargo, eso no desautoriza los
esfuerzos que se hacen para reforzar el proceso de profesionalización.
A lo precedente podemos sumarle la
gran cantidad de profesores que destacan por constituir una excepción a la regla; cuestión relevante ya que si a
las prácticas de calidad se las considera una excepción, la profesionalidad
docente está condenada a la extinción y habría que buscar una nueva forma de
definirla. Las experiencias de calidad no deben ser excepcionales ni depender del
azar para encontrarlas.
Prestigio social de la profesión docente: causa exógena de la condición docente.
Es un hecho que la profesión
docente no cuenta con prestigio social y una de las causas son los acelerados
cambios que tienen lugar en el mundo, que aparte de dejarla obsoleta, erosionan
y fragmentan su autoridad. Por ejemplo,
De un lado, comparte la tarea educativa con los padres, los
medios de comunicación y las nuevas tecnologías. De otro, se complica la
jerarquía tanto dentro del propio profesorado –al imponerse el reciclaje en
materia de gestión y de orientación psicopedagógica- como en lo que se refiere
al colectivo más amplio de especialistas que tienen que ver con la educación:
psicopedagogos, logopedas, personal sanitario, etc. (Gil, 1996:13).
Si la profesionalidad docente se
mide por el prestigio social de los profesores –que sin duda los margina-, no
es posible que aumente automáticamente, es decir, no basta con subir el sueldo o que
ingresen más hombres a la carrera docente, sino que se necesita mostrar y
validar prácticas de calidad. La autoridad de los profesores tiene que venir
dada por sus acciones y no por artificios impuestos desde afuera.
La
erosión, fragmentación y multiplicación de funciones que contribuye a la
desvaloración de la profesión docente, sin duda provoca desorientación en los
profesores y los conduce, en muchos casos, a preocuparse más de asuntos
técnicos que pedagógicos, a pesar que la naturaleza específica
del trabajo docente “no se presta fácilmente a la estandarización, a la
fragmentación extrema de las tareas ni a la sustitución de la actividad humana
por la de las máquinas…” (Fernández Enguita, 2001:192).
La valoración o desvaloración de
la profesión docente dependerá del tipo de comparación que hagamos. Si la comparamos
con las profesiones liberales está en franco desmedro dada la arbitrariedad y
sesgos de dichos criterios, pero si la asumimos como una categoría aparte por
sus peculiaridades, estaríamos abriendo caminos para la revaloración.
Propuestas
profesionalizantes.
Podemos decir que la aspiración a
la profesionalidad es relativamente nueva ya que, “Hace
diez o quince años los docentes se denominaban a sí mismos “trabajadores de la
enseñanza”; se discutían por doquier su carácter de clase, su función productiva
o improductiva, etc., casi siempre con la voluntad de demostrar que eran buenos
trabajadores como cualesquiera otros” (Fernández Enguita, 2001:193).
En el caso de Chile, muchos de los
profesores que se sentían “trabajadores de la educación” (fines de la década de
los 60 y comienzo de los 70) se adscribían a los partidos políticos de
izquierda y de centro. En 1971, lograron que su derecho a agruparse en una
organización propia fuese reconocidos por ley y se creó el SUTE: Sindicato
Único de Trabajadores de la Educación.
Posteriormente se comienza a
hablar de profesionalidad y dignificación de la profesión docente, que surge
como alternativa “profesional” a la tríada “técnico/funcionario/trabajador”.
Sin embargo, desde mediados del siglo XX ya se estaban gestando las propuestas
profesionalizadoras que intentaban “entender a la docencia como una ocupación
similar a las profesiones llamadas ‘liberales’ ” (Núñez, 2000).
Esa tendencia profesionalizante
fue más impulsada por los profesores especialistas
de secundaria formados en la universidad, que por los profesores normalistas de
primaria, ya que se sentían más cercanos a las profesiones liberales. Tales
planteamientos concuerdan con los de Fernández Enguita (2001: 193) quien señala
que actualmente se utilizan expresiones como “dignificación de la profesión
docente” para subrayar la diferencia, siendo que antes se reivindicaba la
identidad de trabajadores.
Eso forma parte del proceso de
valoración docente que actualmente está en plena vigencia y desarrollo. En todo caso, como dice el mismo autor,
Nada permite augurar que los docentes vayan a convertirse
finalmente en un grupo profesional ni en una sección más del proletariado, en
el sentido fuerte de ambos conceptos. Los cambios sufridos por el colectivo,
así como los conflictos en curso y las opciones en presencia, se mueven dentro
de un abanico de posibilidades cuyos extremos siguen contenidos entre los
límites de la ambigüedad propia de las semiprofesiones. Se trata, siempre, de
ganar o perder un poco de algo, no de elegir entre el blanco y el negro
(Fernández Enguita, 2001:192)
Sin embargo, como nos interesa
plantear la profesionalidad desde la perspectiva pedagógica, creemos que es
posible ocupar espacios de reconocimiento público que tienen que comenzar por
el propio convencimiento del valor de la profesión. Claro está, que es un
problema de doble impulso, ya que a su vez, es el reconocimiento público el que
incentiva la motivación de los profesores.
Hacia
un intento de definición de la profesionalidad docente.
Definir profesionalidad docente
implica revisar diversas teorías
sobre el tema, considerar las
percepciones que maneja la opinión pública y analizar las propias creencias que emergen desde un ambiente docente. El concepto de
profesionalidad lo construimos analíticamente desde los procesos de enseñanza y
aprendizaje, puesto que nos parece más importante y significativo definirla y
comprenderla con rasgos profesionales propios, antes que discutir si es o no
una profesión liberal. Por lo tanto, la
característica de profesionalidad la entendemos desde una perspectiva
pedagógica, donde el saber de los profesores implica apropiación de la cultura
que recrean con sus alumnos.
Desde esa perspectiva, la
construcción del concepto de profesionalidad se nutre de los planteamientos de
Paulo Freire, para quien el rol de los profesores es una tarea profesional que
se manifiesta por la exigencia que éstos ponen en su propia práctica
pedagógica, la satisfacción que les produce y la libertad con que la ejercen. Por eso, la tarea de los profesores,
Exige seriedad, preparación científica, preparación física,
emocional, afectiva. Es una tarea que requiere, de quien se compromete con
ella, un gusto especial de querer bien, no solo a los otros sino al propio
proceso que ella implica. Es imposible enseñar sin ese coraje de querer bien,
sin la valentía de los que insisten mil veces antes de desistir. Es imposible
enseñar sin la capacidad forjada, inventada, bien cuidada de amar” […] “La
tarea de enseñar es una tarea profesional que exige amorosidad, creatividad,
competencia científica, pero rechaza la estrechez cientificista, que exige la
capacidad de luchar por la libertad sin la cual la propia tarea perece (Freire,
2002 [1993]:8-9).
Al considerar la profesionalidad
desde la praxis educacional se
vuelven relevantes las preguntas sobre qué
y cómo aprenden los alumnos, qué y cómo enseñan
los profesores, qué prioridades
sesgan su enseñanza, etc. Eso es lo que otorga profesionalidad al trabajo docente.
Muchas personas creen que tienen derecho a enseñar
en la escuela pensando que cualquiera lo puede hacer. Quienes así lo piensan, desconocen las especificidades propias de
la tarea profesional de los profesores. Evidentemente, no necesitamos formación
específica para “ver pasar la lluvia bajo una marquesina” como dice Freire, ni
para sentarnos y hablar con un grupo de jóvenes o niños sobre aspectos de
interés general, porque enseñar profesionalmente en la escuela es otra cosa, consiste en asumir la responsabilidad que conlleva
educar en y para la vida, para lo que se necesitan conocimientos, estrategias y métodos.
Es fundamental que los profesores,
además del dominio de su disciplina, conozcan las etapas del desarrollo
evolutivo de niños y jóvenes, su biografía personal y social, sus
características, intereses, deseos y preocupaciones, entre otros muchos
conocimientos profesionales. Por eso, aceptar que los profesores tienen un
campo específico para el desempeño de su trabajo profesional elimina la
tentación de creer que cualquiera puede enseñar sin necesidad de tener una
formación especializada.
La profesionalidad de los
profesores también significa saber cuál es el momento más apropiado para
realizar una determinada acción, independiente de si está estipulado en un
programa. Por ejemplo, poder discriminar analíticamente cuándo iniciar un
debate sobre un tema de interés, ayudar a sus alumnos a establecer hipótesis,
desarrollar la capacidad de análisis y de síntesis, tomar conciencia de su
mundo circundante, identificar, comparar, discriminar lo relevante de lo
irrelevante, codificar y decodificar, atender a varias fuentes de información,
etc., y por supuesto, manifestar una conducta coherente y justa con valores
compartidos socialmente.
Si esas acciones no son
profesionales, resulta muy difícil establecerlas y seleccionarlas. Tampoco se
trata de ungir al profesor como si siempre fuese un ser excepcional e
infalible, ya que no es la intención, sino por el contrario, se trata de
especificar las características cognitivas, afectivas, sociales y éticas que
todo profesor puede y debe desarrollar en y con sus alumnos.
Desde una óptica pedagógica.
La práctica de navegar implica la necesidad de saberes
fundamentales como el del dominio del barco, de las partes que lo componen y de
la función de cada una de ellas, como el conocimiento de los vientos, de su
fuerza, de su dirección, los vientos y las velas, la posición de las velas, el
papel del motor y de la combinación entre motor y velas. En la práctica de
navegar se confirman, se modifican o se amplían esos saberes (Freire, 2002
[1996]:24).
Si analizamos la profesionalidad
bajo una óptica pedagógica tenemos necesariamente que incorporar otras miradas,
por ejemplo, el compromiso con un proyecto educativo nos parece significativo
por la trascendencia que conlleva como rasgo de la profesionalidad. A nuestro
juicio, el compromiso se manifiesta por la implicación
del profesor en su tarea docente y por el posicionamiento
político que manifiesta. Lo que implica que la fortaleza de una profesión
no sólo la da el status, el sueldo, los recursos, los años de estudio o la
organización que la administra. De acuerdo con Núñez,
… en estos años hemos aprendido que lo sustantivo en
educación no se juega en las leyes, en la organización institucional o la gestión
de la educación, ni en la selección de objetivos y contenidos curriculares.
Siendo importantes todos estos componentes, lo sustantivo en educación se juega
en las escuelas y particularmente en las aulas y en los procesos de enseñanza y
aprendizaje. Allí son actores decisivos los docentes (Núñez, 2000:6).
El compromiso, como constructo
pedagógico ([8])
es el pivote central para cohesionar la profesionalidad conferida socialmente
con la profesionalidad asumida personalmente, lo que creemos que contribuye a
revertir la desvalorización –o hábitos no-profesionales- que se produce por la
acción de aquellos profesores que atentan contra el sentido de la educación, es decir, los repetidores y mecanicistas,
cuyas prácticas son artificiales, sin entusiasmo y enajenadas.
Entendemos por implicación en un proyecto educativo el
involucramiento responsable del profesor en aquello que cree que vale la pena
hacer, mantener, transmitir y dedicar tiempo, espacios y esfuerzos (Cfr.
Cortina, 2001: 17). Lo que significa no sólo estar en el lugar de los hechos,
sino participar activamente con otros sujetos para hacer el mundo de la escuela
más humano, más justo y más decente. Esas son responsabilidades ineludibles de
quien se siente protagonista de su propia vida política y moral y asume las
consecuencias de sus conductas (op.cit.33).
La evidencia empírica de las
acciones de profesores comprometidos con un proyecto educativo, nos permite
afirmar que el posicionamiento político del
profesor se demuestra como una manifestación intencional de sus ideas
coherentes y consecuentes con su discurso y su acción. Implica la toma de
conciencia de su rol como profesional dispuesto a construir con otros una
escuela que se desligue de cualquier forma de dominación y que busque la
dignidad, derechos y libertades de todas
las personas. Facilita educar para la ciudadanía ya que exige el desarrollo de
“la capacidad de emitir juicios y realizar acciones autónomas”. En caso
contrario, se priva a las personas de “la capacidad de deliberar, debatir, comprender
y aceptar las razones ajenas” (Imbernón, 2002:5).
Creemos que la “urgencia de un
cambio de valoración real, no solo verbal, de la profesión docente y educadora”
debe partir desde las organizaciones que la legislan hasta la toma de
conciencia del valor por parte de los mismos profesores (Cfr. Fernández
Pérez,1991:8). Por ejemplo, en Chile, el gobierno se ha sumido en una gestión
hasta ahora inédita: valorar la profesionalidad docente y fortalecerla como
política pública, por lo que se está otorgando una importancia extraordinaria
al compromiso del profesorado con la vida cotidiana, a la subjetividad de los
docentes, a las conversaciones cotidianas y a las miradas “desde adentro” y no
“desde arriba” o “hacia arriba”, propiciando acciones encaminadas tanto a la
valoración social como a la conferida por el Estado ([9]) (Cfr. Núñez, 2000).
Utilizando un término de
Darling-Hammond se propicia un “nuevo pacto de aprendizaje”, en que las
decisiones “desde arriba”, propicien reformas “desde abajo”, “esto es, estrategias
para el cambio que hacen posible que las escuelas vayan más allá de tantas
retóricas y reglamentaciones al uso” (2001:15).
No pretendemos hacer una
generalización superficial del término profesionalidad, sino darle la
connotación pedagógica que el profesorado necesita y la utilidad que requiere
para valorarla. Sobre todo si compartimos con Darling-Hammond que, “La profesionalidad no constituye el estado final al que se encaminan
las ocupaciones; es más bien un proceso continuo en persecusión de un ejercicio
útil y responsable de la misma” (Darling-Hammond, 2001:375).
Por lo tanto, la práctica docente
consiste en el dominio de los saberes no sólo para transmitirlos
eficientemente, sino para relacionarlos, priorizarlos, discriminarlos en su
relevancia, y procurar que sean los propios alumnos los que realicen estas
operaciones de manera autónoma.
Bastante se ha dicho sobre las
debilidades de la profesión docente, sobre su descualificación y sus pocas
condiciones profesionales, como para seguir agregando otras, ya que poco se ha
ganado con ello y la práctica no ha mejorado. Si no
ha aportado aspectos significativos, hay que ir por otro lado. No
desconocemos las evidencias que confirman las debilidades de la profesión
docente, pero queremos destacar las otras que demuestran lo contrario para que
nuestro análisis pedagógico nos permita generar una mirada optimista a la
educación escolar.
Analizar la profesión docente
desde una perspectiva pedagógica nos permite entender el rol de los profesores,
sin forzar su adscripción a ciertas categorías profesionales que a priori la
dejan fuera y limitan sus especificidades singulares.
Por un lado, la comparación incita
a la imitación de las profesiones llamadas modélicas como la medicina y el
derecho, y por otro, el simple hecho de compararlas, la deja en desmedro de las
otras con mayor estatus y reconocimiento social. Las profesiones “modélicas”
son altamente valoradas por la sociedad y como señala Gil (1996), las personas
que comparten esa profesión también se consideran actores sociales conscientes
de que dichas características son en realidad bienes sociales deseables.
Sin embargo, en algunos debates sobre la profesionalidad
docente en tiempos de reforma educativa –el caso de Chile, por ejemplo- se
consideran los planteamientos de la sociología de las profesiones en relación
al dominio de saberes y competencias cognitivas, formación universitaria,
actualización permanente, responsabilidad y autonomía con y en su tarea
profesional. La idea de dar relevancia a esos rasgos se basa en las
consecuencias que tienen para la legitimidad de los profesores ante la opinión
pública.
Nuestra concepción de
profesionalidad apela al reconocimiento social del valor educativo de las
prácticas pedagógicas de los profesores, ya que, como dice Freire, si la
sociedad no reconoce ese valor, difícilmente prestará su apoyo. Por
consiguiente, “es indispensable que luchemos en defensa de
la relevancia de nuestra tarea, relevancia que debe, poco a poco pero tan
rápido como sea posible, llegar a formar parte del conocimiento general de la
sociedad, del desempeño de sus obvios conocimientos” (Freire, 2002 [1993]:54).
Esto ayudará a superar la tensión
entre lo que se dice, lo que se cree que se hace y lo que realmente se hace en
las aulas, tanto desde la perspectiva de los profesores como de la opinión
pública([10]).
Es difícil cambiar la práctica si
no se analizan las concepciones que están implícitas en ella y la naturaleza de
los problemas concretos que habitualmente nos plantea, sobre todo si se afirma
que la enseñanza es una actividad poco sensible a los cambios (Porlán,
1995:158). Sin embargo, no hay que descartar las trampas del profesionalismo ya que la aspiración a ser tal, puede
transformarse en una oportunidad para que la Administración defina los marcos
curriculares, los procedimientos, etc. y maneje los hilos a su antojo para
usarlos por ejemplo “… en épocas de reforma, para asegurarse la colaboración
del profesorado y anular así sus posibles resistencias a la redefinición de su
función” (Contreras, 199:43). Así los docentes colaboran con lo que creen que
les beneficia en su profesionalismo, ya que de no hacerlo incurrirían en una
imperdonable falta ante la institución educativa y ante su propia validación.
Identidad y profesionalidad docente.
La profesionalidad de los
profesores la definimos, aparte del compromiso con su tarea educativa, como el
dominio de destrezas, liderazgo, capacidad de compartir, colaborar y aconsejar
en aquello que los profesores mejor dominan (Hargreaves, 1999:43) y la identidad profesional, como un “fenómeno
que surge de la dialéctica entre el individuo y la sociedad” (Berger y
Luckmann, 1999:217).
El rol de los profesores como
profesionales se manifiesta por las formas en que han construido su
profesionalidad, lo que significa entenderla desde el “contexto
histórico en el cual viene definida no solo como proceso público, sino también
como proceso institucionalizado, históricamente explicable en relación con
determinadas condiciones sociales y políticas” (Arnaus, 1999:605).
Y también, entenderla desde los
procesos sociales que construyen la identidad y están determinados por
estructuras sociales históricas específicas que engendran “tipos” de identidad
reconocibles individualmente (Berger y Luckmann, 1999:216). Eso no significa
que la identidad profesional sea un estereotipo generalizable, sino rasgos
“observables” en la experiencia cotidiana, donde el grado de estabilidad
identitaria se determina socialmente.
Las maneras en que ha sido tratada
la profesionalidad docente entrega pistas para analizar los rasgos de los
buenos profesores([11]). La cualidad de buen
profesor es independiente del significado genérico del término profesor ya que quien ostente ese
nombre, sea que enseñe bien, regular o mal no perderá su condición de profesor
y seguirá ostentando su rol aunque ninguno de sus alumnos aprenda. La
diferencia se genera en las elaboraciones que las personas construimos
referente a la calidad de ser profesor (Cfr. Fenstermacher, 1997:152). Por lo
tanto, que un profesor tenga éxito o fracase en la tarea de enseñar está
determinado por las elaboraciones que se efectúen sobre las condiciones
genéricas, no por las condiciones genéricas mismas.
Lo mismo pasa con el término enseñanza, en que las condiciones
genéricas son las que proporcionan “la base para responder si una actividad es
o no enseñanza (a diferencia de alguna otra cosa) pero no para responder si es
enseñanza buena o con éxito” (op.cit). Nos parece importante partir de este
punto ya que las definiciones del término en cuestión dependen de las
elaboraciones que se han construido socialmente.
Por ejemplo, las características
por las que se reconoce a los buenos profesores emergen de un sistema implícito de principios y convicciones que
configuran la cosmovisión del profesor y guían las intenciones de la acción
educativa En ese sentido, se puede considerar que un profesor es un buen profesor de acuerdo a un constructo
consensuado grupalmente, lo que, se transforma en una demanda si el profesor no se siente identificado con dichas
características y se siente presionado por tener que cumplirlas.
Para investigar la cristalización
o modificación de la identidad profesional de los buenos profesores se requiere
conocer las relaciones sociales que la han permitido ([12]) (Berger y Luckmann,
1999:217).
Identidad
del yo y del nosotros.
Si consideramos a la escuela sólo
como institución formal, la identidad de los profesores es nominativa,
declarativa, solo un nombre; es decir, puede que éstos no participen
necesariamente de esa identidad. Empero, si la consideramos como una
institución eminentemente educativa ([13]) la identidad de los
profesores es real al ser el resultado sinérgico de las interrelaciones que
promueve y cobija. La “escolarización”([14]) puede incluso ser
patológica y considerada como dice Ferguson (1991) una “enfermedad paidogénica”
([15]).
La educación, liberadora, permite
a los profesores integrar históricamente su yo
(personal) con el nosotros
(colectivo), relación que “no se establece de una vez y para siempre, sino que
está sometida a transformaciones muy específicas” (Elías, 2000:14). Esas varían
según las condiciones contextuales, por ejemplo, la diferente relación entre
profesores dependiendo de momentos rutinarios o imprevistos.
Heller (1998:85) señala que la
“conciencia del yo” se identifica con la “conciencia del nosotros” cuando se
relacionan afectivamente, sin distinción de grupos, lo que fortalece la
importancia de la afectividad en el trabajo de los profesores con los
alumnos. En la medida que esa relación
no se establezca, se contribuye al deterioro y la desprofesionalización del
trabajo docente. La rutina los atrapa y tanto alumnos como profesores son espectadores del proceso educativo.
Muchos profesores se ven agobiados
por las obligaciones que tienen que cumplir, sobre todo cuando estas se suman y
no se relacionan. A sabiendas de su papel central en el aula, viven en medio de
restricciones y límites impuestos por las normas institucionales y por ellos
mismos autolimitando la posibilidad de cambiar las pautas de interacción
previamente establecidas. Eso coarta su autonomía, capacidad de autodefinición
y de transformación del ambiente escolar (Cfr. Liston y Zcheiner, 1997:105). “En general, el trabajo de los profesores parece cada vez más intensificado, al acumularse las
presiones que se ejercen sobre ellos y multiplicarse las innovaciones en unas
condiciones de trabajo que no concuerdan con el ritmo de los cambios…”
(Hargreaves, 1999:43).
Es necesario el equilibrio entre
la autonomía y las normas que la regulan, que deben ser de sentido común para fortalecer la flexibilidad y no terminar
subordinados ante la burocracia ([16]). Basta ignorar la fuerza de la burocracia para
que se consolide como autoridad legítima
(Bordieu y Passeron, 2001:28).
Cuando los esfuerzos de
participación convergen en la reflexión grupal se avanza hacia la
profesionalización docente y son los propios profesores los que debaten su
práctica, proponen alternativas de cambio y buscan la manera de complementarse
crítica y constructivamente con la realidad.
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[1] Conviene diferenciar
profesionalidad de profesionalización para una mejor comprensión del papel
docente y pedagógico. A saber, la primera implica el compromiso docente por
desarrollar un proceso de enseñanza y de aprendizaje de calidad, y la segunda,
el estatus profesional y su influencia social.
[2] Silvia López de Maturana Luna es doctora en
Pedagogía por la Universidad de Valencia y se desempeña actualmente como
profesora del Departamento de Educación de la Universidad de La Serena, Chile.
(www.userena.cl)
[3] Creemos que en este caso,
la comparación con los obreros es insuficiente ya que hay que probar que forman
parte de un continuum dentro del cual
tiene sentido la comparación. Puede haber un obrero mecánico automotriz dueño
de su medio de producción. Por lo tanto,
¿cuál es el medio de producción de
un profesor?, si es “enseñar”, ¿podrá ser “sanar” en el caso del médico?. Si así fuera, ¿es dueño el médico de sanar o
es dueño de los medios tecnológicos para hacerlo?, etc.
[4] Dice Freire: “Se hace urgente superar
argumentos como éste: “Podemos darle un aumento razonable a los procuradores,
supongamos, porque son sólo setenta. Pero no podemos hacer lo mismo con las
maestras, porque son veinte mil”. No, eso no es argumento. Lo primero que
quiero saber es si las maestras son importantes o no. Si sus salarios son o no
insuficientes. Si su tarea es o no indispensable” (Freire, 2002 (1993):54)
[5] “La profesión médica fue
la primera en lograr un control de ingreso en su forma moderna. En 1858 la Ley
Médica instituyó el Consejo General de la medicina, cuyos miembros eran
ampliamente representativos de la profesión médica, y cuya función básica
consiste en llevar un registro de los profesionales en ejercicio, asegurándose
de que consten en él solo aquellas personas aptas para tal ejercicio”
(Musgrave, 1982:202-203).
[6] Hay profesionales “liberales” que emigran a
países más desarrollados donde ganan salarios muy bajos.
[7] Nos preguntamos: ¿qué
profesional lo es?, los médicos siguen los criterios del Servicio de Salud, los
ingenieros lo que le piden sus empleadores, etc.
[8] El concepto de constructo
acuñado por Kelly hace referencia al consenso grupal que permite comprender un
término. En este caso, el compromiso con
un proyecto, emerge de un sistema implícito de principios y convicciones
que dan sentido a la cosmovisión del profesor comprometido. Este, y otros
constructos, corren el riesgo de ser “motivacionales”, es decir, pueden perder
su valor descriptivo a medida que se conoce más profundamente a la persona.
Para mayores referencias, véase KELLY, George (2001) Psicología de los constructos personales. Barcelona, Paidós.
[9] En el pasado, el énfasis
del Estado chileno estaba puesto en la disponibilidad cuantitativa de los
docentes, en un esfuerzo por nivelar estudios y aspirar a que todos quienes
enseñaban fuesen profesores titulados. Actualmente, el propósito es que estos
mismos profesores apuesten por la calidad y la equidad de su trabajo.
[10] Nos parece
interesante plantear la propuesta de investigar
cómo son profesionales los otros profesionales, es decir, cómo viven el día a
día de su profesión y constatar si lo hacen con mayor profundidad que los
profesores. Ciertamente, que se reconocerán las diferencias individuales de los actores y las propias de cada
profesión.
[11] El concepto de “buen profesor” no es
ingenuo ni falaz y conlleva profundas implicaciones éticas que caracterizan a
profesionales comprometidos con un proyecto educativo, pedagógico, político y
social.
[12] Una forma para investigar
la cristalización o modificación de la identidad profesional es la utilización
de las Historias de Vida como opción metodológica. Revisar investigaciones de
la autora: López de Maturana, Silvia: (2009) Impacto de las prácticas pedagógicas exitosas en el
aula: líneas orientadoras para la educación escolar. Línea 2: Fortalecimiento del liderazgo y profesionalización docente. Centro Regional de
Estudios y Desarrollo de la Educación. Universidad de La Serena, Chile
(CREDEULS). Financia: Fondo de Innovación para la competitividad (FIC) del
Fondo Nacional de Desarrollo Regional (FNDR). Gobierno de la Región de
Coquimbo, Chile, 2008/2009; (2008) Historias de Vida de profesores. CPEIP:
Centro de Perfeccionamiento, Experimentación e Investigaciones Pedagógicas –
Ministerio de Educación de Chile y Universidad de La Serena. 2007-2008; (2006)
La construcción sociocultural de la profesionalidad docente: compromiso social,
político y pedagógico. Fondo Nacional de Investigación Científica y Tecnológica
del Gobierno de Chile. (FONDECYT Nº 1050621) Universidad de La Serena-
Universidad Central de Santiago. Chile 2005-2006; (2004) Construcción
sociocultural de la profesionalidad docente: Estudio de casos de profesores
comprometidos con un proyecto educativo. Tesis conducente al grado de doctora
en Pedagogía por la Universidad de Valencia, España. 2003-2004; (2003) La identidad
profesional de los “buenos profesores”: Historias de Vida. Investigación
conducente al Diploma de Estudios Avanzados (DEA) y Suficiencia Investigadora.
Universidad de Valencia, España. 2002.
[13] Esta distinción nace de la diferenciación necesaria entre
escuela y educación. La primera
corresponde a los procesos educativos que han sido escolarizados producto de la formalización de los procesos
educativos propios de todo ser humano.
En cambio, la educación se refiere a los procesos de socialización o
enculturación gracias a los cuales el ser humano aprende y valora. El divorcio creciente de la escuela con la
vida, obliga a enfatizar esta distinción (Calvo, 1991)
[14] Utilizo
el concepto de escolarización como l repetición de relaciones preestablecidas
en contraposición de la educación , que es la creación de relaciones posibles
(Cfr. Calvo, Carlos. 2007)
[15] Para
Ferguson (1991:324) la “enseñanza alopática” provoca “enfermedades
paidogénicas”, causadas por la forma de enseñar del mismo profesor a los alumnos
que llegan a la escuela con deseos de aprender. Estos se tropiezan con
suficientes tensiones que recortan su capacidad de exploración y los vuelve
incapaces. La autora hace una analogía con las enfermedades iatrogénicas
causadas por el mismo médico.
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